Y nos acostamos en la cama sin desvestirnos, me mirabas con ansias y yo no podía parar de besarte y sentí la armonía en nuestros cuerpos. Parecía que nuestras pieles ya se hubiesen conocido, iban acordes con cada movimiento, cuanto me gusta pensarte, por ti podría comenzar a escribir poesía.
Comenzamos a desvestirnos pero nunca paramos de besarnos y tu lengua recorrió cada parte de mi pasado y le dio un nuevo sentido. De repente me miraste, con esos ojos perturbadores. Tu mirada me hipnotizaba. A través de tus ojos podía ver tus deseos, tus deseos hacia mí. No había sombras en ellos. Sólo vida. Me alimentaba mientras te miraba, mientras perseguía el peligro que me espera perdiéndome en ellos.
Esa noche me convertí en una servil al deseo de tu lengua, de tus manos, de tu aroma que penetraba mi subconsciente y me revivía. Tus ojos me hicieron libre. Desataron las cadenas que aprisionan mi mente, desnudaron mi alma, me dieron alas y tranquilidad para caer en lo prohibido, en la felicidad del pecado.
Y tus manos comenzaron a juguetear por mis caderas, mis labios, mi cintura, mi abdomen, mis cabellos, mis tetas. Tus dedos recorrían mi espalda mientras tu boca devoraba mis pezones. Entonces cerré mis ojos con la esperanza de una ruta nueva para mi boca. Me entregué en silencio, en vida. Contemplé cada parte de tu cuerpo hasta sentir tu sexo hambriento por el mío. Me besaste, me agitaste, me lamiste, me besaste, me besaste el alma. Sentí la unicidad de nuestros cuerpos y ahora es difícil sacarte de mí vientre, olvidar esa mirada que quema y calcina. Como diría Pablo Neruda, “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, pero lo que menos quiero es olvidarte…